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–sí, amo.
–¿dónde está?
–no lo sé, amo.

Baley se volvió hacia el centinela.
–oficial, este robot ha sido depositado aquí hace menos de dos horas. ¿dónde está el coche que le ha traído?
–señor, he entrado de guardia hace menos de una hora.

En realidad, era absurdo preguntarlo. Los del coche no sabían cuanto rato tardaría el robot en encontrarle, de modo que no habían esperado. Baley tuvo el breve impulso de llamar a la jefatura, pero le dirían que tomara el expreso, sería más rápido.

El único motivo que le hizo titubear fue la presencia de r. Gerónimo. No quería viajar con el en el expreso, pero tampoco podía esperar que el robot se abriera paso hasta la jefatura a través de una multitud hostil.

No tenía alternativa. Indudablemente el comisario no estaba dispuesto a facilitarle las cosas. Le habría molestado no tenerle a mano, fuera su tarde libre o no.

Baley dijo:
–por aquí, muchacho.

La ciudad ocupaba más de cinco mil kilómetros cuadrados y contenía más de.

Cuatrocientos kilómetros de expreso, más centenares de kilómetros de tributario, para servicio de sus veinte millones de habitantes. La intrincada red de comunicaciones se distribuía en ocho niveles distintos y había cientos de cruces con diversos grados de complejidad.

Como detective, baley tenía la obligación de conocerlos todos, y así era. Si le hubieran llevado a cualquier lugar de la ciudad con los ojos vendados, y allí le hubieran quitado la venda, habría sabido encontrar el camino a cualquier otro punto sin la menor vacilación.

Así pues, era indudable que sabía cómo ir a la jefatura. Había ocho itinerarios.

Razonables entre los que escoger, pero titubeó un momento acerca de cual estada menos concurrido a aquella hora.

Sólo un momento. Luego se decidió, y dijo:
–ven conmigo, muchacho. –el robot le siguió dócilmente.

Saltaron a un ramal que pasaba cerca de allí, y baley se agarró a uno de los postes verticales: era blanco y cálido, y tenía una textura antideslizante. No se molestó en sentarse, el trayecto no sería largo. El robot había esperado el rápido gesto de baley antes de colocar la mano sobre el mismo poste. También habría podido permanecer en pie sin agarrarse, no le habría resultado difícil mantener el equilibrio, pero baley no quería correr ningún riesgo. Era responsable del robot y tendría que restituir la pérdida económica a la ciudad si a r. Gerónimo le ocurriese algo.

En el ramal viajaban algunas personas más y todos los ojos se volvieron curiosamente –e inevitablemente– hacia el robot. Baley devolvió esas miradas una por una. Tenía un aire de autoridad que infundía respeto y todos los ojos se desviaron hacia otro lado.

Baley hizo otra seña al saltar del ramal. Ya había llegado a las pistas y avanzaba a la misma velocidad que la pista más cercana, de modo que no hubo de reducir la marcha.

Baley saltó a esa pista más cercana y notó el azote del aire cuando se encontró fuera de la envoltura plástica.

Se inclinó contra el viento con la naturalidad de la practica, levantando un brazo para contrarrestar la fuerza a la altura de los ojos. Siguió las pistas hacia abajo hasta el cruce con el expreso y luego empezó a subir en dirección a la pista rápida que bordeaba el expreso.

Oyó que un adolescente gritaba «robot.» (él también había sido joven) y supo con exactitud lo que iba a suceder. Un grupo de ellos –dos o tres o media docena– se acercaría por una pista y, casualmente, el robot tropezaría y caería al suelo. Luego, si el caso llegaba a los tribunales, el muchacho detenido declararía que el robot había chocado con el y constituía una amenaza para la circulación, e indudablemente sería puesto en libertad.

El robot no podía defenderse y, mucho menos, testificar.

Baley reacciónó sin perder un segundo y se colocó entre el primero de los.

Adolescentes y el robot. Pasó a una pista más rápida, levantó el brazo un poco más, como para defenderse de la mayor intensidad del viento, y un súbito codazo envió al muchacho a una pista más lenta para la que no estaba preparado.

Gritó frenéticamente «eh.» mientras se caía de bruces. Los otros se detuvieron, evalúaron rápidamente la situación, y cambiaron de rumbo.

Baley dijo:
–al expreso, muchacho.

El robot titubeó unos instantes. Los robots no estaban autorizados a viajar solos en el expreso. Sin embargo, la orden de baley había sido terminante, y subió a bordo. Baley le siguió, y eso alivió al robot.

Baley se abrió paso a codazos entre la multitud de viajeros, empujando a r. Gerónimo para que fuera delante de él, para dirigirse hacia un nivel menos concurrido. Se agarró a un poste y mantuvo un pie sobre los del robot, volviendo a desviar todas las miradas con el fulgor de sus ojos.

Tras recorrer quince kilómetros y medio se encontró en el punto más próximo a la jefatura de policía y se apeó. R. Gerónimo se apeó tras él. Estaba intacto, sin un solo rasguño. Baley lo entregó en la puerta y aceptó un recibo. Verificó cuidadosamente la fecha, la hora, y el número de serie del robot, y luego se lo guardó en la cartera. Antes de que finalizara el día, haría las comprobaciones de rigor y se aseguraría de que la operación hubiera sido registrada en la ordenador